AL LECTOR
Como un homenaje de ferviente admiración hacia aquel fraile de humilde cuna que en vida se llamó Mamerto Esquiú y a fin de vincular este fragmento mal hilvanado, pero profundamente sentido, en el seno de mis amigos y posiblemente en el de algunas personas admiradoras como yo, del virtuoso franciscano que entregara su alma a Dios el día 10 de enero de 1883, me atrevo a darlo a la publicidad, creyendo dejar cumplida una aspiración de mi espíritu, abrigada desde hace mucho tiempo. Espero pues, de la benevolencia del lector, que dejará a salvo la justa crítica de mi narración.
José I. Tula.
Córdoba, 11 mayo de 1929.
MI ANHELO POR SU BENDICION
A mi regreso de una gira comercial por las fronteras de La Rioja y Catamarca, arribé el 9 de Enero de 1883 al puesto de don Francisco Sánchez, donde dormí. Esa noche me informé que S. S. Ilma. el Obispo Diocesano de Córdoba Fr. Mamerto Esquiú pasaría el día siguiente por la posta “El Carril» (1) de regreso de su gira pastoral por La Rioja. A su ida les había anunciado que de regreso daría confirmaciones. Yo, desde niño, porque algo había oído o porque algo había leído conocía al P.Esquiú por la fama de su sabiduría y virtudes. Le tomé una gran simpatía. Tenía siempre un deseo de conocerle personalmente y se me presentaba la oportunidad de ver realizado este deseo. Esa misma noche me resolví ir al día siguiente a la mencionada posta.
En la época que yo estudiaba en el Colegio Nacional de Catamarca, dos años asistí de externo y era mi residencia en casa de D. Pedro Cano, caballero de altos méritos, vinculado a las principales familias, honra y prez de la sociedad catamarqueña. Sirva este recuerdo como un signo de mi eterno reconocimiento y gratitud al Sr. Cano y a su dignísima esposa señora Carolina Avellaneda de Cano, por los muchos favores y atenciones que con tan generosa voluntad siempre me dispensaron. En casa del Sr. Cano se recibía “El Cruzado”, que el P. Esquiú había fundado y redactado en Bolivia. Yo era un lector asiduo de este periódico y es probable que algunas nociones me quedaron o algo haya aprendido de él.
Por el renombre que había oído y la lectura de “El Cruzado”, cobré un amor y una admiración por el Padre, que me sugirieron la idea de irme a Bolivia y ya en su presencia, decirle: Padre: tu sabiduría y virtudes me traen, te busco, quiero estar a tu lado; te ruego que me aceptes, que me acojas y me permitas vivir al amparo de tu sombra. ¡Cuántas veces me desveló este pensamiento! Cuando creía resuelto este viaje, al pensar en la lejanía, en mi querida cuna — Ramblones — y en mi familia, que tendría que dejarlas, recuerdo que sentía una honda emoción. Pero por motivos que no es del caso referir aquí, no pude realizar este singular anhelo y abandoné el proyecto.
Pues bien, de acuerdo con la resolución que hice en la noche, al siguiente día, el 10, despaché mis carros y me encaminé a la posta, ansioso de encontrar al Padre, de conocerlo, postrarme de rodillas ante él y recibir su bendición. Cuando llegué a la posta había bastante gente reunida, que algunos habían ido como yo por conocer al obispo y otros por hacer confirmar a sus hijos. La mensajería no llegaba, ya demoraba bastante y no se sabía por qué. Todas las miradas, ansiosos como estábamos, se dirigían, hacia el camino de La Rioja. Las ansias eran tales que un tropel, un polvo que se divisaba y resultaba ser de “hacienda o de algún remolino, la concurrencia exclamaba: “¡parece que ya viene!”. Pero no tardaba
mucho en desvanecerse esta esperanza.
En esta abrumadora incertidumbre continuamos bastante tiempo, hasta que por fin alguien dijo: “Ahora es cierto, ¡Ya viene!» En efecto así fue. Al instante toda la concurrencia se puso de pie y avanza, los hombres con la cabeza descubierta. La mensajería llega al patio de la casa, desciende un sacerdote y los demás pasajeros. El obispo no bajó. El sacerdote con voz entristecida nos dijo: “El Sr. Obispo viene enfermo no pueda dar confirmaciones». La gente quedó vacilante, mirándose los unos a los otros, se cruzaban de un lado a otro, quién sabe con qué esperanza o decepción; pero todos con un acento doloroso, lamentando la enfermedad del dignísimo Pastor. Mientras se relevaban las mulas para continuar la marcha, yo, con el deseo de ver la cara del Padre, de ver si podía besarle el anillo y de que me diera la bendición, pasé por el lado de la mensajería y como la portezuela estaba abierta, le vi que estaba
acostado de lado, un tanto encogido y con los pies sobre la portezuela. Vi también sus sandalias y sus plantas y se grabaron tan fuerte en mi memoria, que es como si las viera actualmente.
No era prudente hablarlo; volví y me senté.
De improviso, el obispo sale del coche, da el frente a la concurrencia, le saluda con una inclinación de cabeza y le da la bendición episcopal. Después de un momento de descanso, nos dio nuevamente la bendición, subió al carruaje y se alejó de nuestro lado en un viaje del cual no le volveríamos a ver en la tierra. Yo se suponer que es la última bendición que dio en su vida mortal. Los postillones relevaron las mulas, el conductor dio la señal de partida, el sacerdote y los demás pasajeros nos hicieron un saludo de despedida. Toda la concurrencia se puso de pie, despidiendo a los viajeros. El tropel y resoplido de las mulas la rotación de las ruedas y el crujido del carruaje, la voz del conductor y la de los postillones, denunciaban una marcha rápida, presurosa, de una necesidad extraordinaria, para llegar pronto a su destino, como que se trataba de la grave enfermedad del Sr. Obispo. Entretanto, la concurrencia se quedó como estática, todas las miradas fijas en la misma dirección, como sintiendo quedarse o queriendo acompañar el coche, que se alejaba por instantes; por fin, allá lejos, la mensajería se perdió de vista en el horizonte o en un recodo del camino, señalando su paso una densa nube de polvo que se difundía o se levantaba por sobre del bosque.
Yo también me quedé reconcentrado en mis pensamientos. Un mundo de ideas cruzaron por mi mente. Reflexioné sobre el episodio que acababa de presenciar; pensé sobre lo que está reservado al hombre según los inescrutables designios de Dios y en el orden de la naturaleza según le deparan las diversas circunstancias de la vida, a lo que tiene que someterse, sea quien sea. No recuerdo si en esa hora incierta pensé en mí mismo, en mi futuro destino. Si pensé, Dios mediante, tal vez fue en un augurio óptimo.
De repente, en ese mismo momento, algo como una claridad diáfana iluminó mi mente y con una visión llena de fe distingo algo que resplandecía allá era una aureola que circunda la mensajería y tras de ella una brillante estela, cuyos rayos, como un destello del espíritu del Santo Varón, bañan mis ojos reflejan en mi corazón y radican en mi alma.
Presa de estas preocupaciones o recuerdos, que los conservaré mientras viva, tomé mi camino, siguiendo la huella de mis carros, que los alcancé sin novedad ninguna. Al siguiente día, al saber la infausta muerte del Padre Esquiú, con honda pena, me hice estas reflexiones: ¡Qué rara, qué singular coincidencia! Yo, que, cuando era estudiante, había proyectado trasladarme a Bolivia, donde se encontraba el Padre, a pedirle su protección, que me acoja y me tenga a su lado, con la probable esperanza de que a su sombra, con su ejemplo y enseñanzas, hasta con el roce diario, me comunicara o me infundiera siquiera fuera lo más mínimo de sus múltiples dones, proyecto que no realicé o por una ironía del destino o solo Dios sabe por qué; pero, ved aquí, que andando el tiempo, allá en el curso de los años, una circunstancia casual o providencial, me proporciona la dicha de encontrarle ¡y qué encuentro!, en un desierto, en una pobre estancia, consagrados con su presencia y su muerte; cuando la muerte, con el respeto que impone tan preciosa e inimitable existencia, le anunciaba la orden de lo Alto — del Todopoderoso — que su hora había llegado, que su partida era necesaria e inevitable, que su espíritu se despojaría de su envoltura mortal, que dejaría la tierra, de aquí abajo, para ascender a lo alto, volar al cielo, a las regiones de lo infinito.
En tales circunstancias, repito, da su bendición paternal a todos, cada uno y todos la reciben, inclusive el que aspiró ser su protegido. De la posta “El Carril» al Suncho, la mensajería debió llegar en una hora y media; luego, yo le ví una hora y media antes de morir. ¡Qué dicha grande es la mía! Alguna vez me he imaginado, que aquel encuentro que debió tener lugar en
Bolivia, cuando proyecté ir a pedirle su protección, y que no se efectuó, es el que tuvo lugar en la posta de “El Carril’” y que la protección que yo aspiraba es “La Bendición” que en esta ocasión me dio, tal vez la última que dio en su vida, para que alumbrase mi camino y me guiase en el sendero de la vida, para que yo la ostente como un símbolo y me sirva de Providencia. ¡Recuerdo eterno!
JOSE I. TULA. Córdoba, 11 de mayo de 1929.
*Agradecemos a Adrián Arjona por la transcripción del texto.